TANGO PARA CUATRO

Por: ANGELA MOLAS
Escritora
Alicante


índice de cuentos, leyendas y tradiciones


Marcos y Belén eran primos y ambos procedían de un pequeño pueblo de la provincia de Alicante. Ella, algo mayor que él, residía en la capital desde hacía ya tiempo. Él, sin embargo, se había mudado a casa de su prima el año anterior para mayor comodidad en el desempeño de su trabajo como funcionario. Así, constituían una especie de "matrimonio bien avenido" integrado por dos jóvenes sin pareja cuya independencia pasaba por compartir espacio y gastos. La intensa relación que habían desarrollado durante su infancia y juventud en el pueblo continuaba creciendo ahora que eran adultos. Y se consideraban afortunados de poder contar el uno con el otro pues sus personas se enriquecían constantemente a través de aquella unión tan espiritual e intelectual, tan sincera y profunda. Compartían una amistad muy especial, además de un lazo de sangre.

Frecuentaban un modesto restaurante argentino, cercano a su vivienda, regentado por un hombre y una mujer, también jóvenes. Ya desde sus primeras visitas al local, Marcos y Belén habían connotado el gran atractivo que encontraban en ellos. Esta circunstancia había logrado activar sus respectivas imaginaciones y les había llevado a iniciar un juego de coqueteos sutiles. Puesto que ninguno de los dos contaba con pareja estable, se mostraban más perceptivos y receptivos al reclamo del sexo opuesto y a esa sensación fresca y espontánea del flirteo. El deseo de conquista, en parte motor de sus vidas, les hacía sentir rejuvenecidos y ostentar el privilegio de conservar inquietudes ingenuas, similares -aunque evolucionadas- a las del momento lejano de su adolescencia. En apariencia, nada sucedía, pues se comportaban con discreción, si bien lo decían todo con las sonrisas y miradas que dedicaban a los moradores de la barra, así como -esta vez de forma inconsciente- con el lenguaje de su cuerpo, ese código gestual que delata nuestras verdaderas querencias sin que apenas podamos evitarlo... Y resultaba doblemente excitante el hecho de que, ante los ojos de sus "deseados", ellos bien podían pasar por una pareja de novios que, de forma sorprendente, daban muestras menudas de un cierto intento de seducción.

Comentaban con total confianza la cuestión, e incluso ponían en común sus líneas de actuación. Disfrutaban jocosamente de aquella vivencia que tantas risas les provocaba. Y ante todo, trataban de recolectar las pistas adecuadas para poder resolver el gran enigma que les aguijoneaba: ¿serían pareja?, ¿estarían casados?, ¿o tal vez su relación fuera de amistad o incluso familiar? Puesto que jamás les habían observado actitudes que evidenciaran un trato conyugal, no podían atisbar una respuesta contundente a tal incertidumbre. Dicha circunstancia les espoleaba aún más en su interés puesto que la posibilidad de que se tratara de un matrimonio suponía un freno a sus ilusiones, bastante frívolas, por otra parte. Claro que entendían que la frivolidad está justificada para aquellos que no renuncian a la pasión pese a poseer un corazón enclavado, dolido y decepcionado que, en algún instante del pasado, se quebró de forma irreversible, perdiendo así parte de esa bendita inocencia por la cual entregarse e implicarse, ciega y devotamente, a la ilusión de amar y ser amado. Tal vez ese era el verdadero y satisfactorio aporte de la edad adulta y del bagaje acumulado.

Transcurridos pocos meses -después de los cuales ya se les consideraba clientes habituales del restaurante- captaron la solución a sus dudas a través de una conversación de ella con otro de los "parroquianos" del local. Marcos y Belén se miraron decepcionados al comprender que, efectivamente, se trataba de una pareja joven que había decidido venir a España a montar un negocio. Ambos concluyeron con que "era de esperar".

No obstante, y para su propia sorpresa, no pusieron fin a su juego, sino que continuaron esforzándose en su desarrollo. Como paso previo, habían analizado la ética que esto implicaba y, ya fuera a modo de excusa o de declaración honesta, habían decidido abandonar la meta de establecer un contacto directo y real con sus respectivos "focos de deseo". Dicho de otro modo, el objetivo de aquella travesura había mutado y ya no consistía en materializar la conquista. El objeto ahora era el propio juego, del que, en cierto modo, no habían podido substraerse. Su moral les obligaba a pasar por tal catarsis para no tener que renunciar a algo que les resultaba emocionante.

Cuando llegó el verano, Marcos se marchó al pueblo a pasar unos meses, no así Belén. Ella se quedó en la ciudad y continuó frecuentando el restaurante. Esta circunstancia posibilitó añadir una vuelta de tuerca a su divertimento y hacer de él algo interactivo. Ahora la pregunta era "¿qué pensarán que ha sucedido?", puesto que, de repente, la figura de Marcos había desaparecido y había sido sustituida por otras compañías, también masculinas, lo que, a su entender, había de provocar cierta inquietud y curiosidad entre la pareja de argentinos, ignorantes de la relación familiar existente con Marcos. Seducida por esta idea, Belén se esforzaba por aparecer en cada ocasión con un acompañante distinto. La mayoría de las veces se trataba de amigos aunque, porqué no decirlo, también llevó a cenar o a comer a alguno de los affaires que le deparó la estación estival.

Paradójicamente, fue a partir de este cambio cuando comenzó a advertir reciprocidad en la actitud del propietario. El joven hostelero reaccionaba a los requerimientos de Belén con amplias sonrisas y con miradas cuajadas de un brillo en absoluto inocente. Ella, como consecuencia, incluso se había llegado a ruborizar ante él, al tiempo que experimentaba culpabilidad ante la esposa. Y es que los gestos hostiles de la argentina crecían de forma directamente proporcional a las expresiones bobaliconas que su marido dedicaba a Belén. No obstante, todo continuaba resultando divertido y, así, mantenía a Marcos informado, con minuciosa exactitud, a través de largas conversaciones telefónicas y de no menos interesantes correos electrónicos, de las novedades que iban surgiendo. Marcos siempre explicaba la nueva actitud del joven de un modo simplista: "cree que eres una libertina; seguro que fantasea contigo y te juzga presa fácil".

Después llegó el otoño y su primo regresó. Ambos se acicalaron emocionados para afrontar el momento de la vuelta "como pareja" al restaurante. Estaban deseosos de ver las caras de sorpresa de los argentinos -que, según sus previsiones, pensarían que la "pareja" se habría reconciliado- por lo que, impacientes, acudieron a media tarde en lugar de esperar hasta la hora de la cena. En aquella ocasión, a diferencia de las anteriores aunque sin duda debido a las horas tempranas que eran, el local se hallaba vacío. Ambos tomaron asiento en la mesa de siempre (por la que Belén se había paseado con tantos otros) y pidieron unas cervezas. El hecho de ser los únicos clientes en aquel instante, añadido a que no se escuchaba música, como era habitual en los momentos de mayor bullicio, les obligaba a conversar en voz muy baja para no ser oídos y apenas si podían establecer un diálogo inteligible. Fue por este motivo que se les ocurrió una idea -que juzgaron brillante- para acabar así con la condena de los susurros. Decidieron inventar un nombre para sus deseados. A él le correspondió Diego y a ella Marta; era obvio que, sobre todo en el caso de él, no se habían complicado la vida a la hora de elegir apelativo. De este modo, pudieron elevar el tono de voz y charlar abiertamente de un tal Diego y una tal Marta, convencidos de la impunidad que ello suponía. No escatimaron, por tanto, en el comentario de detalles, ni en las explosiones hilarantes con las que adornaban dichos comentarios.

Acabadas las cervezas, pidieron otra ronda que hicieron acompañar de sendas empanadas de maíz. Ella les sirvió mientras él permanecía tras la barra. En cada ocasión en la que "Marta" se aproximó a la mesa que ocupaban, diríase que era mayor su gesto de disgusto. Belén, al menos, creyó percibirlo así, pero decidió no manifestarle dicha sospecha a su primo hasta que observó a la pareja argentina hablando en susurros -como ellos mismos habían estado haciendo momentos antes- y mirándoles de reojo. Marcos trató de calmarla diciéndole que era imposible que supieran que hablaban de ellos, y argumentó la defensa de dicha opinión socarronamente, casi burlándose de los temores de su prima.

Pero los caminos por los que discurre la casualidad suelen antojarse sorprendentes, por lo que ni Marcos ni Belén hubieran imaginado jamás que los verdaderos nombres de aquel matrimonio argentino eran, precisamente DIEGO y MARTA. Y sólo pudieron ser conscientes de ello cuando pidieron la cuenta y la joven argentina se dirigió a su cónyuge en voz alta diciendo "Diego, la cuenta de los chicos", a lo que él contestó "enseguida la tenés, Marta". En aquel momento, a Marcos le cambió la expresión de la cara, perdiendo el tono rosado adquirido como consecuencia del par de cervezas. Belén, sencillamente, se atragantó, convirtiendo así en un imposible su deseo de ser "tragada por la tierra" para poder pasar inadvertida en una situación tan embarazosa como la que estaba viviendo.

Ambos salieron del local azorados, incapaces de hablar excepto por las miradas de preocupación que se dirigían. Finalmente, ella dijo "¿Crees que se han dado cuenta de que Marta y Diego eran ellos, o es que realmente somos tan desgraciados que lo que ocurre es que se llaman así?". A lo que Marcos respondió "No tengo ni idea y, desde luego, no pienso volver para averiguarlo. Esto nos pasa por jugar."

Nunca volvieron a aquel lugar que, por otro lado, ya no era susceptible de albergar ninguna inquietud lúdica ni, aún menos, erótica.