índice de cuentos, leyendas y tradiciones
*Versión libre de un antiguo cuento oriental.
Hace unos cientos de años en una ciudad de un país oriental vivía un rico mercader, a quien siempre sonreía la fortuna. Era conocido por su gran habilidad para los tratos comerciales y... por su fortuna.
Sabía disfrutar como nadie todo aquello que la vida ofrece a quien puede pagarlo. Comía los mejores manjares, vestía los mejores ropajes, se codeaba con las personas más importantes de su ciudad y se decía que era amigo de algún ministro y que hasta una vez fue invitado a una fiesta por el mismo rey.
Había viajado por todo oriente y occidente. Los que le conocía decían de él que en su juventud, había recorrido la ruta de la seda varias veces, y que al ir y venir por ella, comprando, vendiendo y haciendo provechosos trueques, había adquirido no sólo su fortuna, sino también su habilidad para negociar con ventaja.
Poseía una hermosa casa en la cima de una pequeña montaña desde la que podía divisarse el mar y toda la ciudad. Cuando miraba desde allí hacia el horizonte, no podía evitar sentirse superior a todos los mortales que conocía.
Su salud durante muchos años fue buena. Además siempre contó con los cuidados y los sabios consejos de uno de sus mejores amigos, el más prestigioso médico de la ciudad.
Sin embargo en uno de sus viajes contrajo una extraña enfermedad, que poco a poco fue mermando su salud.
Su amigo el médico probó todos los remedios que conocía, pero no logró dar con el que pudiera sanarle. Desesperado, escribió a médicos de otras ciudades, describiendo con todo detalle la extraña enfermedad, pero todas las respuestas fueron muy similares:
"Desconozco esa enfermedad, lo siento."
"Los síntomas son extraños, no sé qué recomendarle."
"Nunca tuve un paciente con esa enfermedad..."
La enfermedad progresaba y la salud del mercader se deterioraba día a día. El médico le aconsejó que abandonase sus negocios y que permaneciera acostado durante un tiempo. A regañadientes tuvo que aceptar, pero no mejoró.
Unos días más tarde el médico recibió una carta de un colega de otro país. Lo que se podía leer en ella era inquietante.
"... y a lo largo de los años tuve más de veinte enfermos con esos síntomas. Probé todos los remedios que conocía, pero la salud de todos fue empeorando, se fueron debilitando y al final todos murieron. Por ello creo que a su paciente le quedan unos pocas semanas de vida, quizá días..."
El médico leyó la carta al mercader y éste perdió toda esperanza de poder curarse.
Durante unos días se sumió en una profunda tristeza. Ya casi no tenía fuerzas para andar, pero se levantó para poder ver el mar y la ciudad desde la terraza de su casa. En ese momento no se sintió el ser más afortunado de la tierra, sino el más desgraciado de todos.
Mirando hacia el horizonte y con lágrimas en los ojos, hizo un repaso de toda su vida y pensó en la fortuna que había adquirido y en todos los valiosos objetos que poseía. Con gusto los cambiaría todos por poder seguir viviendo unos pocos años más.
De repente su semblante cambió, se quedó pensativo, meditabundo. Hizo una solemne promesa:
- Si supero esta enfermedad y recupero la salud, venderé mi casa y daré todo el dinero que consiga por la venta a los pobres.
Luego volvió a acostarse pensando:
- Si vuelvo a estar bien, cumpliré mi promesa.
Y este pensamiento, le trajo una ligera esperanza.
Por azares del destino, al día siguiente un colega de su amigo llegó a la ciudad. El médico le preguntó si había recibido la carta, puesto que no había recibido respuesta suya. El había salido de viaje antes de que la carta llegase.
El colega se interesó por el paciente y solicitó visitar al mercader. Su amigo le acompañó y en cuanto le vio supo de qué se trataba.
Habló con franqueza al mercader y al médico:
- Tuve unos pocos pacientes con esta enfermedad y todos murieron..., menos uno.
Los dos que escuchaban se sorprendieron. Y sin decir nada interrogaron con la mirada al recién llegado médico. Este prosiguió.
- Compré un libro sobre remedios a un navegante hace algo más de un año. En él se describían remedios para algunas enfermedades, algunos ya los conocía y otros no. Y entre ellos encontré los síntomas de esta enfermedad de la que yo entonces no conocía ni siquiera su nombre. Como este mal se había llevado ya la vida de algunos de mis pacientes, puse mucha atención en cómo debe tratarse. Hace unos meses pude salvarle la vida al padre de un amigo mío.
El rostro del mercader se iluminó de optimismo. Y pensó que el cielo no quería que muriese, y que la promesa que hizo había dado resultado.
El colega de su amigo fabricó en unas pocas horas un ungüento con algunas plantas y aceites. Frotó todo su cuerpo con él y además le dio a beber una medicina que al mercader le resultó repugnante pero satisfactoria.
Unos días de reposo y los cuidados de este médico dieron su fruto. Al cabo de tres semanas el mercader sanó completamente.
Agradeció profundamente al médico sus cuidados antes de que éste partiera. Y continuó con la vida de lujo que llevaba antes de que la extraña enfermedad afectara a su salud.
Unos días después se dio cuenta de que tenía que cumplir la promesa que había hecho. Fueron pasando las semanas y, a media que su salud se fortalecía, su deseo de cumplir la promesa iba disminuyendo hasta llegar casi a desaparecer.
- No puedo vender esta casa y dar el dinero a los pobres. Pero si no cumplo la promesa, el cielo que me ha favorecido, podría castigarme.
Y dándole y dándole vueltas a este asunto, ideó una estratagema: Vendería la casa por una moneda de plata. Pero quien comprase la casa tendría que comprar también uno de sus gatos. El precio de este gato sería diez mil monedas de plata.
Así pues a los pocos días vendió la casa por una moneda de plata y el gato por diez mil. Dio la moneda a los pobres y su conciencia pudo tranquilizarse.
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