EL AMIGO, EL AVARO Y EL POZO
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índice de cuentos, leyendas y tradiciones
Cuentan que una vez en una casa grande en el campo vivía un respetable señor, avariento como sólo él podía serlo.
Cerca de su casa vivía un vecino a quien él llamaba sonriendo "amigo", lo cual era cierto puesto que este hombre siempre le ayudó.
Sin embargo esta amistad no era igual, vista desde los dos lados, puesto que el avariento y respetable señor, intentaba siempre aprovecharse de los demás, y como no, también de aquél a quien siempre sonriendo llamaba "amigo".
Durante varios años, este avariento señor pidió numerosos favores a su "amigo", que siempre se olvidaba de pagar, o que pagaba mal y de mala gana.
Su "amigo" estaba harto de las numerosas deudas que se iban acumulando, pero continuaba ayudándole. - Esta será la última vez. - Se decía.
Un día el respetable y avariento señor decidió dar un paseo por el campo. Al atardecer, casi de noche, caminaba por un lugar, no muy lejos de la propiedad de su humilde amigo. Pasó junto a un pozo seco y por curiosidad miró dentro. Le pareció ver brillar algo en el fondo y su avaricia se avivó. - ¿Qué puede ser aquello que tanto brilla? - Se preguntó.
Imprudentemente se asomó demasiado y cayó al interior del pozo. Sólo la fortuna hizo que no se rompiera ni uno solo de sus respetables huesos.
Pensó: - Los dioses me sonríen por mi buen corazón.
De repente recordó lo que le había hecho mirar... y caer. Y sus ojos brillaron en la oscuridad.
A tientas fue palpando el suelo y se encontró con algo que por su forma parecía una moneda. Cogió aquel objeto y trató de ponerlo a la escasa luz.
Se sorprendió: - ¡Una moneda de oro!. Los dioses me quieren por mis muchas virtudes.
Y como la avaricia desarrolla la inteligencia, al menos en lo que al dinero se refiere, pensó: - Si hay una moneda de oro en este pozo inmundo, puede haber más.
Y rápidamente se puso a gatear por el suelo, que no estaba precisamente limpio. Resbaló y su nariz topó con algo duro que le hizo daño. Con un cierto enfado se incorporó llevándose las manos a la cara, para enseguida volverse a agachar puesto que sentía una gran curiosidad.
Tocó con sus manos algo que parecía una caja rota y... un montón de pequeños objetos planos, redondos y fríos que enseguida supuso eran... más monedas de oro. Emocionado se quedó inmóvil por un momento.
- Los dioses me recompensan por mi gran generosidad. - Pensó.
Y de repente sólo quería salir de aquel pozo para poder llevarse todo aquel tesoro, que los dioses habían hecho llegar hasta él.
Gritó y gritó durante un buen rato, hasta que por fin alguien le oyó. Y precisamente era su "gran amigo" aquel que nunca le falló. Estaba claro que los dioses le tenían en mucha estima.
- ¿Quién está ahí? - Preguntó el recién llegado.
- Soy yo, tu amigo y vecino. - Respondió.
- ¿Estás bien? ¿Cómo te has caído? - Se interesó el amigo.
La avaricia de nuevo despertó la inteligencia del respetable señor. No podía decir nada de por qué había caído y mucho menos de su descubrimiento. Su amigo querría una parte...
Así que, tratando de no dejar ver su nerviosismo, dijo:
- Estoy bien. No me he hecho casi daño y todos mis huesos están enteros. Se me cayó el reloj al pozo y, tratando de verlo, caí yo también.
- No te preocupes, que rápidamente voy a por una cuerda y te ayudo a salir. - Dijo su amigo. Y salió con paso acelerado hacia su casa.
En pocos minutos, y después de algunos esfuerzos, el respetable señor, sucio y magullado, se vio fuera del pozo. Abrazó efusivamente a su amigo y le dio las gracias.
- Siempre estás cuando te necesito. ¿Cómo podré pagarte? - Preguntó.
Su amigo que, después de tantos años, le conocía bien, hizo una mueca. Y preguntó:
- ¿Lo encontraste?
El respetable señor empalideció por un instante. Pero de nuevo la avaricia avivó su mente:
- ¿El reloj... ? Sí, lo encontré - Y sonriendo, mostró su muñeca con un hermoso reloj de oro.
Se despidió dando de nuevo las gracias y volvió a su casa, mirando hacia atrás por ver si su amigo hacía algún gesto de curiosidad hacia el pozo.
Pasó toda la noche dándole vueltas a cómo podría recoger todas aquellas monedas de oro. Por una parte, no podía dejar que nadie le ayudase. Por otra parte, debería entrar y salir del pozo sin que nadie pudiera verle. Además, no podía llevar uno de sus animales para portar las monedas, puesto que llamaría demasiado la atención.
Estaba claro. Iría con una cuerda y un saco escondidos bajo su ropa, bajaría al pozo, recogería las monedas y volvería con ellas a su casa. Pero... quizá eran demasiadas para cargar con ellas. Bueno..., haría varios viajes si fuese necesario. Ese parecía un buen plan.
Poco antes del amanecer del día siguiente, salió sigilosamente de su casa y fue hasta el pozo según había decidido. Nadie le vio.
Ató la cuerda a un árbol y bajó al pozo con una mezcla de entusiasmo, prisa y miedo. Cuando estuvo en el fondo del pozo llenó el saco con algunas monedas y se dispuso a salir para completar el primer viaje. Pero luego pensó: - ¿Por qué no llevo algunas más? Por un poco más de peso no pasará nada. Así ahorraré tiempo y acabaré antes. Y llenó el saco un poco más... y un poco más... y un poco más, hasta que ya casi no podía levantarlo del suelo.
Arrastrando aquel saco lleno y pesado, que le hacía tan feliz, se acercó a la soga y lo ató a ella.
- Subiré yo primero y luego tiraré de la cuerda. - Se dijo.
Y trepó hasta salir del pozo. Una vez fuera y miró a su alrededor por ver si alguien estaba por allí. Era todavía muy temprano y no había nadie. Podía estar tranquilo.
Tiró de la cuerda y con mucho esfuerzo consiguió levantar el saco apenas dos centímetros del suelo. Volvió a tirar de la cuerda y de nuevo el mismo resultado. Mostrando un gran empeño, lo intentó una y otra vez, pero no pudo levantarlo ni un palmo del suelo. Le dolían los brazos del cansancio y se le habían raspado las manos.
Era fácil. Sólo tenía que volver a bajar, sacar algunas monedas del saco y volver a subir. No perdería nada, sólo tendría que dar algún viaje más. Por un momento recordó un proverbio que había escuchado en la infancia. ¿Cómo era? La avaricia... Es verdad, no debía ser avaricioso pensó.
Y contento volvió a bajar al pozo, con tan mala suerte que, debido al cansancio y al dolor en sus manos no pudo sujetarse bien y resbaló. Su cabeza y su pecho golpearon contra el saco y el suelo respectivamente y además se rompió el brazo derecho al tratar de parar el golpe con su mano.
Cuando se vio así sin poder moverse y gravemente herido, pensó en su amigo. Si él estuviera allí le ayudaría como en otras ocasiones. Y él sería tan generoso que le daría una décima parte de lo que allí había. Intentó gritar, pero su boca estaba llena de sangre y además su lengua no respondía.
Pensándolo bien, le daría a su amigo una quinta parte, mejor una tercera parte o incluso mejor, ya que era su gran amigo y le salvaría la vida... le daría la mitad.
Y mentalmente pensó en él y trató de llamarle.
Pero su amigo aquel día tuvo que ir a la capital a unos asuntos y tardó tres días en regresar.
Cuando, al cabo de más de una semana, volvió a pasar cerca del pozo, vio la soga atada al árbol y, sintiendo curiosidad, se acercó. Un olor nauseabundo y un zumbido, como de muchas moscas, salían del pozo.
Después de superar el asco que le producía aquello, y pensando que quizá alguien necesitaba ayuda, bajó y vio lo que había pasado.
Hubo un momento en que sintió pena por aquel respetable hombre. Pero luego se quedó pensativo, como ausente. A continuación sonrió pícaramente y se dijo con una cierta satisfacción:
- Por fin cobraré.
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